Como un espectro que Chejov hubiera soñado y que Dostoievski hubiera mandado enviar a Siberia para hacerle compañía.
Con los dientes apretados y la sonrisa dispuesta y fácil observa cómo la felicidad se asoma y pasa otra vez de largo,
por la ventana de una celda de carne y huesos y tendones, siente el amor como una potencia que permanece a su lado, a la espera de su detonador.
Podría huir,
podría salvarse,
pero no sabe ser menos de lo que es,
no conoce otra riqueza que la libertad.
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